#IN MEMORIAN de los Mártires del 4 de Febrero de 1888, Mártires del "Año de los Tiros".

 

IN MEMORIAN…

de los Mártires del 4 de Febrero de 1888

Mártires del “Año de los Tiros”

 



Han pasado 133 años y aún recuerdo aquél día como si lo estuviera viviendo ahora.

Recuerdo que estaba revisando por enésima vez los volúmenes originales de la gran epopeya que compuso mi antiguo mentor, Publio Ovidio Nasón, “Metamorphoseon”, su obra íntegra escrita de su puño y letra.

Sabiendo que había de partir hacia el sur de Hispania, Ovidio me los entregó, años antes de su muerte, para que fueran los primeros volúmenes de lo que el vaticinó que sería una de las bibliotecas más longevas del mundo antiguo y, supongo, que también del mundo contemporáneo. Años después, oí rumores de que andaban buscando estos papiros para destruirlos, porque, a decir verdad, no tenían nada que ver con los “quince volúmenes que han perdurado a lo largo de los siglos”.

Algún día, quizás vean la luz.

Cómo iba diciendo… aquel fatídico 4 de Febrero de 1888, sábado, día de Saturno, dios de las cosechas, el silencio inundaba los pasillos de la Biblioteca de la antigua ciudad de Urium, solo roto por el sonido del roce de mi túnica con el sindón, el crujir de los antiguos papiros en las estanterías y el crepitar de los fuegos de las antorchas que mantenían seca las estancias para que la humedad no destruyera dos mil años de registros de la humanidad.

Llevaba toda la mañana siendo importunado por los gritos y la algarabía de los vecinos del pueblo de al lado, Minas de Río Tinto, que se habían congregado en el forum, la plaza del pueblo, junto a otras personas venidas de los pueblos y aldeas adyacentes trayendo consigo instrumentos musicales que hacían sonar como si fuera fiesta. Suspiré resignado y, con paciencia, continué con la revisión de la obra de mi admirado mentor.

De repente, sonó una atronadora explosión y afuera se hizo el silencio. Los gritos y la música cesaron tan solo un instante, suficiente para que se congelara la sangre de mis venas y para que mi corazón dejara de latir. El cuarto volumen del  “Metamorphoseon” cayó de mis manos y, antes de que aquellos viejos papiros tocaran el suelo, volvieron a producirse nuevos gritos seguidos por varias detonaciones más.

¡Eran disparos! Y los gritos no eran de alegría. ¡Eran gritos de dolor, de miedo, de horror!

Un escalofrío recorrió mi espina dorsal y atravesó mi alma. Sentí como las puertas del inframundo se abrían de par en par para que el oscuro barco que recorre el Aqueronte cosechara las almas desorientadas del forum. ¡El viejo Caronte ya llegaba! ¡Remaba con ansiedad! Centenares de nombres habían aparecido en el Libro y eso equivalía a cientos de óbolos.

Y, de repente, recordé que aquellos mortales hacía siglos que habían dejado de venerar a los dioses del panteón romano y no harían la ofrenda del óbolo al avaricioso barquero.

¡Sería terrible! ¡Más aún de lo que había ocurrido!

Cientos de almas en pena castigadas a vagar por las orillas del río Aqueronte, mientras Caronte se burlaba de ellas y las humillaba para su disfrute.

-¡No! ¡Eso no ocurrirá con mi gente!- grité y el eco retumbó por toda la Biblioteca de Urium.

Corrí hacia la Cámara de los Tesoros, donde solo yo podía entrar, y me dirigí a los tesoros griegos. Aquellas viejas estanterías guardaban joyas inimaginables, pero ahora solo buscaba un viejo cofre de madera decorado con láminas labradas de oro y plata. En su interior había miles de dracmas, óbolos y calcos griegos que hacía siglos que no veían la luz del sol. Monedas de oro, plata y cobre separadas en bolsas de piel. Pero no había tiempo de admirar aquellas bonitas monedas ni quedarse pasmado viendo aquellos tesoros. Caronte ya venía.

Escuchaba cómo la quilla del barco negro se hundía en la tierra rojiza que rodeaba el pueblo. Tenía que salir de allí cuanto antes, pensé, no puedo demorarme mucho más de lo que ya lo estaba haciendo cogiendo las monedas para la ofrenda. Cerré el milenario cofre con mucho cuidado y corrí por los largos pasillos llenos de tesoros de los antiguos griegos. Miraba al frente con la mente ocupada en llegar a tiempo, con el corazón que parecía que se me iba a salir del pecho por la presión de llegar al forum antes que malvado Caronte, pidiéndole a los dioses compasión para aquellas almas arrebatadas injustamente de sus cuerpos.

Y los dioses respondieron.

Mientras corría, por el rabillo del ojo, vislumbre un destello, casi imperceptible pero que llamó mi atención y, aunque no tuviera demasiado tiempo, me acerqué a él. Allí, al fondo de una oscura estantería de la galería, estaban descansando las famosas Sandalias Aladas de Hermes. No recordaba haberlas visto nunca allí, aunque, a decir verdad, llevaba más de un siglo sin pisar la Cámara de los Tesoros Griegos. Alargué la mano para tocarlas y, al leve roce de mis dedos, las blancas alas comenzaron a moverse.

¡Eran reales! ¡Qué suerte la mía!

Me las calcé lo más rápido que pude y a una orden mía, eché a volar. Creo que el mismo dios mensajero me protegía desde la lejanía, porque atravesé los largos pasillos de la Biblioteca de Urium y sus puertas de madera labrada sin tener ningún accidente.

Al salir a fuera, vi como el barco negro de Caronte bajaba la pendiente que venía de Mesa Pinos. Remaba con virulencia y su malévola risa se escuchaba por encima de los gritos de la gente que habían conseguido salvarse y huían despavoridos del pueblo.

Volé, volé a la velocidad del rayo hacia el forum. Tenía que llegar antes que el viejo barquero, si no, más de un alma quedaría fuera del barco y al astuto Caronte nadie le engañaba porque su memoria era exquisita, mucho mejor que la mía y, aunque los textos antiguos digan que Hércules lo había logrado, no os lo creáis, el viejo barquero le dejó pasar al Inframundo.

Cuando llegué a la plaza, aún quedaría un minuto para que Caronte llegara. ¡Lo conseguí! Pero el corazón se me encogió y las lágrimas brotaron de mis ojos.

Cientos de cuerpos esparcidos por el suelo sangraban coloreando el suelo del forum como si las aguas del río Tinto se hubieran desbordado y anegaran aquel horrible lugar. ¡Qué masacre! Y aún había cuerpos que se movían. Aún había pechos que se elevaban respirando sus últimas exhalaciones. Aún había bocas que murmuraban y suplicaban clemencia a aquellos hombres armados. Aún había manos que señalaban al cielo buscando la misericordia del Dios al que veneraban.

Pero no por mucho tiempo, porque aquellos militares asestaban sin miramientos el golpe final a los moribundos para acabar con su horrible agonía. No miraban si eran hombres o mujeres, si eran ancianos o niños. Solo eran muertos. Trozos de carne envueltos en tela. Nada importaba ya.

La ira se aferró a mi corazón y mi sangre comenzó a hervir. Si durante estos casi dos mil años de vida inmortal hubiera descubierto algún poder divino con el que arrasar las vidas de aquellos mortales uniformados que andaban con bayonetas entre los cadáveres, aquel maldito 4 de Febrero de 1888, lo hubiera utilizado contra ellos, contra los armados y contra los que se asomaban al balcón principal del Ayuntamiento.

Tenía ganas de venganza, sed de sangre, pero, por desgracia, mi vida inmortal estaba ligada a la Biblioteca de Urium, más como un espíritu errante que como ser corpóreo. Por eso ellos no pudieron verme, pero las inocentes almas que esperaban su sino, sí podían, y también él, esa anciana criatura de aliento nauseabundo que estaba detrás de mí. Caronte.

Gracias a los dioses pude sobornar al taimado barquero con quinientas monedas de plata y, al fin, las almas pudieron embarcar rumbo al Inframundo para descansar allí toda la eternidad.


Foto realizada cerca de uno de los posibles lugares donde puede estar la fosa común.


Cuando el oscuro barco desapareció surcando la tierra roja en dirección a la Atalaya, no pude volver a la Biblioteca de Urium. El paisaje era tan desolador que estaba paralizado. Recorría el forum lentamente como las almas en pena que recorren las orillas del Aqueronte, reconociendo los rostros de cada una de aquellas personas que estaban tendidas en el suelo, derramando una lágrima por cada una de ellas, prometiéndoles hacer una ofrenda al dios del Inframundo cuando llegara al hogar.

Allí permanecí hasta bien entrada la noche, observando cómo los mortales cargaban los cuerpos en carros para hacerlos desaparecer.

Nunca los encontrarían.

 

Cuando la luna, que parecía una fina línea blanquecina en el cielo estrellado, casi había recorrido su camino, volví a Urium, a la Biblioteca. La tristeza me embargaba y me apuñalaba el corazón. Lloraba sin consuelo, de pena y de odio. Cómo habían podido asesinar a sangre fría a tantos y tantos inocentes, me preguntaba. ¿Quién habría dado la orden? ¿Por qué tanta crueldad y tan poca humanidad? Muchas más preguntas venían a mi mente al rememorar cada uno de esos horribles recuerdos, hasta que el cansancio y la tristeza hicieron que me quedase dormido.

Mi sueño vagó entre pesadillas durante todo el tiempo, hasta que decidí despertarme. Aún recordaba lo sucedido el día anterior, ¡cómo para olvidarlo! Mi corazón estaba lleno de ira y de tristeza. Un pensamiento recorrió mi mente. Una decisión difícil, pero estaba cansado de los mortales. Siempre sucumbían a las mismas tentaciones: el  poder, las riquezas, el odio…

 

Y tomé esa difícil decisión que rondaba mi mente. Pasaría lo que me quedara de vida inmortal encerrado entre aquellos muros de gossan y me olvidaría para siempre de la humanidad, al fin y al cabo, nadie vivo sabía de mi existencia, ni de cómo, de alguna forma u otra, les había ayudado sin que ellos supieran quién era su guardián protector o su guía en ciertos momentos.

Aquel 4 de Febrero de 1888 quedaría grabado en mi memoria por siempre y el puñal de dolor que me atravesó al vivir aquellos momentos no dejaría que mi corazón parara de sangrar.

 

Seguiría protegiendo los tesoros que guardaba celosamente en mi amada biblioteca, reliquias y tesoros de civilizaciones pasadas y, más importante que esos trozos de metal y piedras preciosas, el Conocimiento (¡con mayúsculas!) conservado en la milenaria biblioteca.

Y esa sabiduría sería únicamente para mí, para mi disfrute, porque, al fin y al cabo, nadie vivo sabía de la existencia de la Biblioteca de Urium…

Al menos hasta hoy…

 

···O··O··O··O··O···

 

¡Que nunca olvidemos lo que ocurrió aquel 4 de Febrero de 1888!

¡Que nunca olvidemos a aquellos hombres y mujeres, ancianos y niños inocentes asesinados a sangre fría y sin piedad!

¡Que nunca olvidemos a los “Mártires del 4 de Febrero de 1888”, como algunos sabios los llaman, mientras sigan desparecidos!

¡Que su memoria siempre permanezca en los corazones

de la Cuenca Minera de Riotinto y les honren como se merecen!

 

Por todas las víctimas de aquella barbarie, mis oraciones.




Melquias de Gossan,

bibliotecario de la “Biblioteca de Urium”.

 

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