Allegro con Brío de una Insonora Amargura. Primer Premio de la I Edición del Concurso de "Relatos Solidarios" organizado por 'Libreando Club' y 'En Plan Culto'

 Primer Premio de la i edición del concurso “relatos solidarios”

organizado por ‘Libreando Club’ y ‘En Plan Culto’


Allegro con Brío de una Insonora Amargura

 


Oscuridad. Silencio.

Estaba asustado, furioso. No veía nada. Un velo negro cubría el mundo. Ninguna luz traspasaba aquella opaca y absoluta oscuridad. Ni siquiera era capaz de ver la silueta de sí mismo, ni las estrellas del firmamento. Nada.

Pero, ¿dónde estaba? ¿Qué lugar es este? Estaba tirado en el suelo, en vez de en su mullida cama de lana. No sentía ni frío ni calor. Al menos, conservaba sus calzones, su casaca y su chaleco.

De repente, sintió un gran miedo que lo hizo temblar.

No escuchaba nada. Ni el cantar de los pájaros, ni el rozar de sus ropas, ni perros ladrando, ni ningún ser humano hablando.

Chocó sus manos delante de la cara como si matara un mosquito. Nada.

Chasqueó sus dedos cerca de sus oídos. Nada. Ni en uno ni en otro.

Las lágrimas brotaron de sus ojos. Su vida había acabado. Su vida era la música. Su alegre peregrinar entre notas musicales se había esfumado. No podía ser posible.

Gritó.

Gritó con furia y con amargura. Pero no escuchó nada. Sus cuerdas vocales vibraron en su garganta, pero no produjeron ningún sonido.

Lloraba con profunda tristeza invocando a Dios para que apartara de él este cruel cáliz. Invocaba la intercesión de todos los ángeles y santos del Cielo, imploraba la misericordia de ese Dios al que tantas veces había dado de lado y al que tantas veces había abandonado por idolatrar a su única Musa y diosa. La Música.

Y tampoco escuchó nada.

Ni sus oraciones en latín gritadas al Cielo, ni su lamento postrado en tierra.

Se abrazó a sí mismo para consolarse y, recordando algunos salmos, guardó silencio, aunque él mismo no se escuchara, para orar desesperadamente a ese Dios compasivo de las Antiguas Escrituras, buscando algún rayo de esperanza, algún claro de luna de misericordia divina en la soledad de su alma.

Y lo escuchó.

Muy levemente, pero lo escuchó.

Era el latir de su propio corazón. Un latido acelerado por el miedo y la desesperación. Un sonido dulce y violento en forma de sonata de una mística sinfonía en do menor.

La tierra bajo sus pies se estremeció al unísono con su corazón y, al alzar la cabeza, vio un pequeño punto de luz muy lejano frente a él que no superaba el diámetro de un grano de mostaza. Se levantó y corrió hacia él como si le fuera la vida en ello.

El punto de luz cada vez era más grande, pero aún estaba lejano, y se dio cuenta que aquella luz oscilaba y bailaba como una lengua de fuego y cuánto más se acercaba a ella, más calor sentía y mejor veía el perfil de sus manos, de sus pies y de sus ropas.

Cuando ya estaba cerca vio que de las entrañas de la tierra sobresalía una pequeña antorcha colocada en un pie metálico anclado en las profundas simas humeantes.

El miedo volvió a apoderarse de él destruyendo la esperanza que había florecido en su corazón al observar la luz. Aquel lugar era el mismísimo Infierno, se dijo a sí mismo y lo tenía merecido, se lamentaba.

Entre lágrimas agarró la antorcha y la alzó.

Y allí estaba. Allí, delante de él, se erguía aquella majestuosa y malvada criatura, orgullosa enemiga de los hombres, oscura y perversa siempre sedienta de almas.

Aquel ángel caído era de una belleza extraordinaria y, aunque su cabeza estuviera coronada con dos perfectos cuernos y sus mejillas estuvieran surcadas por las cicatrices del castigo divino, Lucifer seguía siendo bello.

Sin mediar ni una palabra con él, le quitó la antorcha, le dio la espalda y comenzó a andar. Él le gritaba suplicándole clemencia, pero el demonio le ordenó que se callara, poniendo su delgado dedo en la boca.

Y él, agachando la cabeza con tristeza, asumió su destino. Un castigo eterno entre las llamas del infierno. Qué habré hecho para merecer esto, se preguntaba. Buscaba en su memoria y en su alma algún rastro de sus pecados, mientras observaba las delicadas alas de Satanás, destrozadas y quemadas por la justicia de Dios.

Caminaron en silencio un buen rato, hasta que el demonio creyó conveniente y justo. Le dio la antorcha para que la sujetara y, alzando las manos, arrancó de cuajo el telón de terciopelo negro que había delante de ellos y que él no había visto porque había comenzado a sumirse en una profunda tristeza.

Un grandioso anfiteatro se disponía ante a ellos y, al final del escenario, una tarima tapizada en burdeos y un atril de hierro forjado. Las butacas del anfiteatro estaban llenas de malévolas criaturas, demonios y ángeles rebeldes y en el centro mismo elevado por encima de ellos, un palco adornado en oro. Allí había una mujer vestida de blanco encadenada a la tribuna.

“Ahí tienes a tu Musa.” dijo una melodiosa voz en su cabeza.

Satanás lo miraba sonriente.

-¡Libérala!- gritó él enfrentándose al demonio, golpeándole en el pecho.

La garra izquierda de Lucifer lo elevó, agarrándolo por sus ropas, hasta ponerlo frente a él y le ordenó, de nuevo, que se callara. Él obedeció advirtiendo el peligro. Lucifer hizo aparecer delante de él una batuta de color cobre engarzada en una pequeña empuñadura de oro. Él la cogió con desconfianza y el demonio lo dejó caer en el entarimado.

“Quieres que libere a tu Musa, ¿eh? Hagamos un pacto.” De nuevo, escuchó la voz susurrante y dulce de Satanás en su cabeza.

 “Por todos es sabido que eres un mortal prodigioso en lo que a música se refiere. El virtuosismo de tus composiciones te ha otorgado un renombre más allá del mundo terrenal. Tu propio nombre se escucha en los Cielos y en los Infiernos.”

Él se ruborizó ligeramente por los halagos.

“Tú, considerado Maestro entre muchos, crearás para mí la mejor de tus obras.”

-Necesitaré tiempo.- le gritó.

Y, sacando un reloj de arena gigante, le volvió a susurrar en su mente:

“Cuando el último grano de arena haya caído, tu obra maestra deberá estar concluida, si quieres que tu amada Musa sea libre.”

El reloj de arena se giró y cayó al escenario con un gran estruendo, pero él no lo escuchó, y los granos de arena comenzaron a caer lentamente.

Mientras Lucifer volaba hacia su palco presidencial, él agarró los pergaminos que había en el atril y se enfrentó a ellos, no con miedo ni con reparo, sino con orgullo y con valentía. Era el mejor compositor de todos los tiempos y así se lo demostraría, se dijo lanzando los pergaminos al público.

Satanás sonrió sorprendido. No necesitaba ni papel ni pluma. Su Musa estaba allí y ella lo inspiraría para crear una melodía improvisada que jamás había sido escuchada.

Agarró la batuta con fuerza y la apoyó en su cabeza inclinada.

Su mundo estaba en silencio, no sabía por qué, pero seguía en silencio.

De nuevo, lo escuchó. Su corazón volvía a latir, pero ahora no latía con temor o desesperación como antes lo había escuchado, ahora latía con coraje, con fuerza y con soberbia. Recordó cómo al escuchar el latido de su propio corazón se había abierto paso un rayo de esperanza a través de las tinieblas que lo cubrían. Recordó el miedo y la furia que había sentido al despertarse en aquella completa oscuridad.

Y alzó los brazos para que aquella orquesta demoniaca se preparara.

La sinfonía estaba lista en el pentagrama de su memoria.

Una sinfonía oscura y tenebrosa.

Una sinfonía heroica y hermosa.

Una sinfonía que hablaría de su temor, de su furia, de su esperanza y de la libertad.

Una sinfonía que alabaría su amor por la música y lo consagraría, en un futuro, como uno de los mejores compositores de todos los tiempos.

El grave sonido de aquellas cuatro notas retumbó en los infiernos, abriendo sus oídos, liberándolo de aquella extraña sordera. Escuchó los gemidos de asombro del público y al mover, de nuevo, la batuta otras cuatro notas aún más graves surgieron de los instrumentos.

La música fluyó desde su mente dirigida por sus meticulosas manos como un torrente desbordado. Durante unos siete minutos, él volvió a encontrarse a sí mismo en la oscuridad de aquel lugar, embelesado por este primer movimiento de una obra maestra que guardaría en su memoria para la eternidad.

Sí, esta música representaría la oscuridad de su alma, pero ¿qué ser mortal poseía un alma limpia y pura? Nadie, y menos él, que era orgulloso y vanidoso, soberbio y malhumorado.

Al terminar la infame obra plagada de calderones imaginarios, sintió como el cansancio envolvía su cuerpo, dejando caer sus brazos a modo de final. Satanás, aplaudiéndole, voló junto a él trayendo consigo a su bella Musa.

-Has cumplido tu parte del trato y yo cumpliré ahora la mía.- dijo el ángel caído.

Lucifer liberó a la Musa de sus cadenas y ésta abrazó al que tantas veces inspiró con alegría y amor.

Pero… por todos es sabido que Satanás es un ser taimado y engañoso, bien llamado enemigo primero y último de la humanidad. Era mal perdedor y no firmaba pactos si no salía ganando en demasía.

Él, que abrazaba a su Musa con devoción, sintió como algo pesado caía en torno a su tobillo y, al mirar, una gruesa cadena de hierro lo ataba al atril de aquel escenario.

Gritó con fuerza, exigiéndole respuestas a Lucifer.

-Te dije que liberaría a tu Musa, pero nunca dije nada de dejarte ir a ti.-

 La risa malvada de Lucifer resonó en toda la sala.

-Te quedarás en mi reino y compondrás tus obras solo para mí.-

-Nunca.- le contestó él.

-Me deleitarás con las mejores composiciones que salgan de tu brillante cabeza.- le ordenó Lucifer elevándose en el aire con majestuosidad y con una mirada fría y calculadora.    -O tu Musa sufrirá el tormento de una eterna agonía.-

 Con un movimiento de su demoníaca mano, la Musa comenzó a elevarse atraída hacia el demonio. Él tiraba de los brazos de la mujer con fuerza para ayudarla, pero no podía competir contra el poder del mismísimo Satanás. En un arrebato de ira y desesperación, le lanzó la batuta de cobre y oro que se clavó en pecho de Lucifer y su grito desgarrador recorrió los infiernos sobrecogiendo a los demonios que lo escucharon.

La Musa cayó a su lado y, mientras Satanás se retorcía de dolor, consiguió liberarlo de las cadenas que lo ataban. Descubrió, pues, que su Musa era un ser poderoso. ¿Cómo si no podría haberle liberado?

Tenía que escapar de aquel lugar antes de que Lucifer se recuperara, pero cómo escapar de allí, se preguntaba, mientras observaba a su alrededor. La Musa lo agarró de la mano y tiró de él para que lo siguiera por el mismo lugar por dónde antes había llegado con el demonio. Ella, con un suave gesto de su mano, invocó a los pergaminos que él había tirado al público y formó una escalera con ellos. Lucifer gritó de nuevo, pero éste no había sido un grito de dolor, era un grito de rabia y de odio. Los perseguiría con todo su ejército de demonios hasta que lo encontrara y lo encadenara con miles de grilletes. El miedo volvió a inundar su corazón y, al mirar hacia arriba, vio un hueco en la oscura cúpula del infierno. Una tenue luz caía suavemente desde aquella pequeña grieta iluminando levemente el techo. Allí estaba el rayo de esperanza por el que tanto había orado y suplicado.

La forma más monstruosa y terrible de Satanás surgió del suelo, destruyendo toda aquella ilusión que había creado para embaucarle a él y, con cada trozo de aquella oscura ilusión dibujada como el tenebroso decorado de una ópera que se resquebrajaba y caía, se vislumbraba la destrucción y la desolación del mismísimo infierno. El fuego eterno que se propagaba por doquier, los gritos y lamentos de las almas de los condenados perseguidos y torturados por los demonios más sanguinarios, el olor a azufre que emanaba de las grietas humeantes.

La insólita visión del averno lo paralizó. Miraba a su alrededor temeroso de aquel lugar inimaginable, incluso para su prodigiosa inteligencia. La Musa volvió a tirar de él. Quedaba poco para llegar a aquella luz celestial que los liberaría de aquel suplicio.

Y Lucifer, en su forma más peligrosa y mortífera, se abrió paso ante ellos destruyendo la escalera de pergaminos. Rugió victorioso con la fuerza y la potencia de la más profunda y oscura maldad capital. En sus ojos brillaba el fuego eterno.

Los atrapó a cada uno con sus garras. A la Musa la devoraría allí mismo para satisfacer sus más antiguos instintos. A él lo encadenaría de nuevo al escenario y su condena y tortura sería dirigir una orquesta incansable por toda la eternidad y no solo dirigiría sus obras, también lo haría con las de otros maestros de la música.

 


De repente, la bóveda tenebrosa se abrió en canal y una luz cegadora hirió a la malvada criatura, que huyó despavorida a las sombras, dejándolos caer a su suerte. Legiones de ángeles, liderados por Arcángeles y Dominaciones atravesaron el agujero abierto por la luz de las Virtudes celestiales en el techo del infierno para combatir una vez más al Eterno Enemigo y volver a asegurar el orden natural del universo.

Varios ángeles salvaron a la Musa y a él de ser engullido por las sombras en una terrible caída y, batiendo sus relucientes alas blancas, escaparon del reino de Lucifer atravesando la grieta de la bóveda tenebrosa.

La Musa y él tuvieron que taparse los ojos que se habían acostumbrado a la oscuridad del infierno, para que la intensidad de la luz celestial no los cegara.

Él no se atrevió a abrirlos, incluso momentos después de que los ángeles los dejaran delicadamente sobre un campo de hierba verde. Sintió la suave mano de la Musa acariciando su brazo, indicándole que lo apartara para que pudiera abrir los ojos.

Él la obedeció.

Y fue como el “despertar de alegres sentimientos con la llegada al campo”, según escribiría él mismo, tiempo después, de una de sus composiciones. Fue cómo presenciar la belleza de la vida abriéndose paso a través de la muerte. Como el danzar de las abejas al son de una Pastoral y como la flor remolona que se abre lentamente desprendiendo su dulce aroma.

Abrazó a su Musa y unas tiernas lágrimas de alegría recorrieron sus mejillas, mientras Beethoven admiraba el nuevo amanecer de la vida.

 


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Nota Curiosa:

Para crear el relato, me inspiré en la biografía del gran Ludwig Van Beethoven y, más concretamente, en la investigación sobre la creación de una de sus obras inmortales, la Quinta Sinfonía. Su primer movimiento se denomina "Allegro con Brío".

Cuenta la historia, que Beethoven terminaba la composición de la Quinta Sinfonía y comenzaba en paralelo la que sería la Sexta Sinfonía, la denominada "Sinfonía Pastoral", que él mismo quiso dedicar a la naturaleza.

Todo esto ocurría cuando su vida personal se veía claramente marcada por la amargura que le producía el aumento de su sordera, su peor demonio, que le hizo componer las mejores obras maestras de todos los tiempos, convirtiendo a Beethoven en inmortal.


Espero que os guste.


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Con este relato homenaje a Beethoven conseguí hacerme con el primer premio de la I Edición del Concurso de Relatos Solidarios que llevaron a cabo los chicos de Libreando Club y En Plan Culto en este año 2021.

Pinchando en los iconos de cada uno de ellos podréis entrar en sus páginas web dónde se encuentra mi relato y el de las otras dos personas (segundo y tercer premio), además de varios artículos muy interesantes y propuestas innovadoras.

  




Melquias de Gossan,

bibliotecario de “La Biblioteca de Urium”.





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